Hay imágenes imborrables y la del primer pecado es una de ellas. La Biblia, en un principio, dispuso los elementos y los símbolos de aquel espacio paradisíaco donde tuvo lugar el inicio de la maldad del hombre. El relato bíblico del pecado original se transmitió en la cultura occidental como la lava de un volcán que se solidifica por donde pasa, se agrieta, se deshace sobre el suelo y termina combinándose con la tierra. Durante mucho siglos aquel texto acabó convenciendo de una leyenda aterradora: que después de crear el universo, que después de crear el sol y las estrellas, la tierra, las aguas, las plantas y los animales, todo aquello que podía constituir un Edén, el universo sin embargo estaba incompleto, y aún más, que después de crear al hombre y a la mujer, faltaba algo. Para el creador de tan magna empresa algo quedaba inconcluso en aquel paraíso, por lo que decidió crear el pecado, una condición que impuso al ser humano y que acabó en una fatal equivocación.
La descripción que dejó el Génesis del paisaje donde tuvo lugar el suceso ha sido siempre una imagen reiterada que no contiene muchos elementos. La transcendencia del episodio bíblico y la sencillez del escenario donde se desarrolla permitió la proyección inmediata del tema en textos y en multitud de representaciones. Se generalizó así este asunto edénico, el origen del mal, de forma inmediata tras hacerse oficial el cristianismo en los estertores del Imperio Romano y su representación se moldeó lenta pero progresivamente en las artes plásticas, al ritmo de los imparables avances creativos que encaminaron la cultura europea durante siglos.
El relato ofreció desde el principio una descripción de fácil traspaso a imágenes. Se trata de un paisaje en el que destaca un árbol. Nunca se ha asegurado que fuera un manzano, pues se ha insistido en que tenía otro nombre, el árbol del bien y del mal, y sin embargo de sus ramas pendían manzanas, el fruto prohibido. Sólo se da un detalle más de este árbol: fue guarida de una serpiente, la bestia que maquina la trampa, provoca a la mujer y origina el desenlace fatídico. Eva se encuentra bajo el espesor del ramaje, no tiene miedo a ese reptil, mitad serpiente y mitad mujer, pero ella acepta la invitación, coge la manzana, muerde el fruto y se lo da a probar a su compañero. El episodio inmediato que nos relata la Biblia es la expulsión de Adán y Eva del paraíso, ante un ángel expeditivo que señala con su brazo la salida.
Si el argumento estuvo claro en la mente de los artistas, con la inclusión de árbol, serpiente, mujer, manzana y hombre, como elementos definidos de la composición, el Edén sin embargo no resultaba tan explícito. El árbol del pecado debía ser el elemento vertebrado del paisaje idílico donde vivieron nuestros primeros padres, pero ¿qué otros árboles había en el paraíso?. Cada época y cada estilo artístico crearon una naturaleza edénica diferente. De ahí que la inspiración de los pintores ofrezca a lo largo de la historia infinitas versiones. Las especies arbóreas que acompañaron al árbol del bien y del mal acabaron estando determinadas por la imaginación y la elección del artista. Sin embargo, hubo una excepción, una especie que siempre estuvo presente en el paraíso, muy próxima al árbol de las enigmáticas manzanas, un árbol de tierras cálidas que se encontraba también en el camino de salida del paraíso, un árbol habitual en el tema de la expulsión de Adán y Eva. En las variantes que ofrece este tema iconográfico, pintores y grabadores nunca olvidaron representar la Palmera
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Antes que cualquier representación plástica conviene hacer mención de los textos que vieron en la palmera un elemento esclarecedor para el suceso edénico. En ellos la simbología que asume esta especie es esencial. La palmera fue símbolo de la justicia desde los inicios de la iconografía cristiana y su imagen arbórea como su rama está presente en temas que requieren tal concepción o demostración.
Uno de los primeros textos en el que se dedica un largo epígrafe a la palmera como símbolo de la justicia es un tratado escrito en griego y conocido como Jardín Simbólico, una obra perteneciente al Imperio Bizantino y cuya datación se supone del siglo XI, de época del emperador Constantino Monomaco, un gran amante de los jardines, aunque la copia manuscrita del texto que hoy conocemos es posterior, del siglo XIII (1). El Jardín Simbólico no es un tratado de jardinería, sino un texto de carácter místico en el que se adjudica a cada planta una virtud cristiana, de tal forma que son doce las plantas y doce las virtudes. En esta correspondencia se encuentran la justicia y la palmera simbólicamente asociadas (2) .
El simbolismo inspirado en el mundo vegetal es un rasgo que se encuentra ya en las Sagradas Escrituras (en palabras de David: «El justo florecerá como la palmera» , Salmos, 91.13) y que fue admitido por la Iglesia desde sus inicios, siempre y cuando las significaciones adjudicadas tuvieran una clara vertiente cristiana. Mosaicos naturalistas en las iglesias o roleos vegetales en las decoraciones y relieves religiosos eran permitidos con gusto por parte de los jerarcas. La palmera, con un perfil siempre reconocible, fue un elemento ornamental asiduo en muchas de estas decoraciones. Su presencia y argumento en los párrafos del Jardín Simbólico puede explicarse en el contexto de una civilización tan sofisticada como fue Bizancio, de cultura refinada y con corrientes científicas que fueron puente esencial entre Oriente y Occidente. Es curioso en este sentido que el simbolismo de la palmera, como emblema de la justicia, coincida tanto en Oriente como en Occidente.
La Justicia es una de las siete virtudes que la Iglesia reconoció desde San Agustín. Se trata de una virtud simple, recta, sin complejos y sin presunciones; está por encima de las cosas terrenales; con rectitud el hombre se eleva hacia el cielo. Lo mismo ocurre con la Palmera : su tronco es derecho y se eleva recta y a gran altura, sin caprichos y sin ramificaciones adicionales. Un único brote de ramas la coronan para proyectar al suelo sus frutos, racimos que tardan en nacer como tardan los premios de la justicia en llegar al virtuoso.
Es una planta que proyecta perfección por la asociación de dos principios geométricos de demostración fundamental: la línea recta de su tronco y el círculo de sus ramas o frutos. Es la exactitud de los dos casos matemáticos que también asume la justicia: la fe, con la palabra y la acción. Un equilibrio en definitiva que simula una balanza, metáfora también aplicable a la palmera.
En ocasiones la planta resulta áspera y rugosa en su tronco, y se guarnece de espinas, como la justicia cuando tiene que aplicar un castigo. La palmera como esta virtud no puede perder su follaje, pues perdería su perfección. Si la justicia necesita beber de la fuente espiritual de las Divinas Escrituras, la palmera necesita brotar próxima al curso del agua.
Algunas de estas disquisiciones del texto bizantino pudieron tener una base anterior en argumentos místico-teológicos, pero es indudable que la asociación palmera-justicia se presenta por primera vez de forma clara, mientras que su proyección posterior es segura a tenor de la iconografía artística que se sucederá en las manifestaciones plásticas.
Está claro que la inclusión de la palmera en el paraíso terrenal donde nació el pecado y su presencia en el tema de la expulsión de Adán y Eva tiene un claro correlato con el texto del Jardín Simbólico. No hay que olvidar que para los cristianos el Paraíso se ubicaba, desde siempre, en una zona de oriente, casi siempre en Mesopotamia o Persia, lugares donde eran muy comunes las plantaciones de palmeras.
Desde comienzos de la Edad Moderna algunas pinturas manifiestan claramente la asociación entre palmera y paraíso.
Entre los primeros ejemplos a destacar debe señalarse la deliciosa tabla que conforma el Retablo de La Anunciación pintado por Fra Angélico entre los años de 1430 y 1440, una de las joyas del Quattrocento que alberga el Museo del Prado.
El tema central de la obra se cifra en dos figuras, la del Arcángel San Gabriel y María; el anuncio de su maternidad como madre del Salvador se sitúa en un pórtico de columnas abierto a un paisaje. Este paisaje, en la zona lateral izquierda del cuadro, es en realidad un jardín, pero la inclusión de un ángel y de dos figuras, la de Adán y Eva, ya vestidos con pieles, remite de forma evidente a la expulsión de nuestros primeros padres del Jardín del Edén.
Este jardín pintado por Fra Angelico se ha comparado con un «hortus conclusus» similar a un tapiz vegetal de frutos y flores Pala de Cortona, propiedad del Museo Diocesano de esta ciudad, y en ella el tema de la Anunciación va acompañado de un jardín que se asoma al pórtico, un jardín que en la lejanía vuelve a recordarnos la leyenda fatídica de Adán y Eva. Sin embargo, aquí la palmera nos resulta más próxima y discretamente su tronco y su ramaje se asoma haciendo perspectiva -el gran descubrimiento del Renacimiento- en línea con las columnas de la loggia, el templete que resguarda al ángel y a María.
De igual modo, otro gran pintor de primer orden, pero esta vez de un siglo después a Fra Angelico, invita a una reflexión sobre la iconografía y la imagen de la palmera en la imaginación estética de los artistas. El pintor Jerónimo Bosch van Aeken, conocido como El Bosco, cuya vida transcurrió entre el último tercio del siglo XV y los primeros decenios del siglo XVI –muere en 1516–, y pintor favorito del sombrío Felipe II, nos remite como otros muchos artistas coetáneos a la significación que esta especie vegetal podía presentar en los inicios de la Edad Moderna europea.
Para empezar debemos fijarnos en las figuras de Adán y Eva, junto con Dios padre, al lado de una extraña y exótica planta que se ajusta a la perfección con el inquietante y enigmático paisaje tan característico del artista y que El Bosco creó para plasmar el paraíso. Se trata de un drago, árbol procedente de las Islas Canarias y poco común en la Europa del momento, pero que el pintor parece conocer muy bien. Según el estudio de Joaquín Yarza, el historiador que mejor ha interpretado El Jardín de las Delicias de El Bosco (4) , esta planta adquiere una clara individualidad y se identifica con el Árbol de la Vida.
¿Y la palmera?. El Bosco no olvidó a este árbol tan emblemático del Paraíso, sin embargo invirtió su sentido y recalcó la ambigüedad que destilan sus composiciones.
La palmeras se encuentra en un plano medio, sobre un promontorio rocoso y próxima al extraño lago de la escena. Un elemento nuevo se encuentra en su tronco: la serpiente y, con ella, la alusión que confiere a la palmera es la del Árbol del Bien y del Mal. El Bosco ha eliminado su carácter justiciero. Muy pocos historiadores han reparado en este elemento vegetal del paisaje de este pintor flamenco; se trata una naturaleza excesivamente estrambótica que hacen que pasen inadvertidos ciertos detalles, sin embargo todos ellos son tan sorprendentes como para ser dignos de estudio. Una visita al Museo del Prado en busca de esta palmera de El Bosco nos puede conducir a otra imagen bien distinta del Paraíso, si contemplamos, pues, la tabla izquierda del tríptico denominado El Jardín de las Delicias.
Ahora bien, no intentemos preguntar nunca por los conocimientos botánicos de uno de los pintores más fascinantes del siglo XVI, ni tampoco tratemos de indagar por la realidad de lo que vio en el paisaje de su Europa nórdica. Su palmera es ese otro árbol del paraíso que quedó implícito en una gran leyenda y el Bosco supo muy bien contarnos la razón de su presencia en un ambiente cargado de simbolismos.
Palmeras en los jardines se dieron desde tiempos remotísimos, desde los jardines helenísticos hasta los jardines del Renacimiento. Los jardines árabes, en especial los de la península ibérica en tiempos musulmanes, sorprendieron a los viajeros tardo medievales venidos del norte que tuvieron la ocasión de contemplarlas. La palmera ya era algo inherente a una paisaje paradisíaco. Así lo comentaron los visitantes que atravesaban el recinto interior de la Alhambra. El mismo Colón en su primer viaje y en su diario, escribió calificando de jardín y paraíso aquel paisaje tropical de palmeras y otras especies que descubrió en el Caribe. Las exportaciones de palmeras del Nuevo Continente tendrían su circuito muy pronto y las alabanzas a las nuevas especies cuajaron también a un nivel teórico.
En una fecha tan temprana como 1499 sale a la luz uno de los tratados más interesantes que sobre jardinería se publican en el Renacimiento. Se conoce comúnmente como Sueño de Polifilo o bien con el nombre latino de Hypnerotomachia Poliphili , texto atribuido al erudito Francesco Colonna e impreso con bellísimos grabados en la imprenta veneciana de Aldo Manuzio.
Para la Historiografía es también uno de los primeros tratados utópicos del Renacimiento y un claro ejemplo de los ideales que inspiraron el jardín y la arqueología del siglo XVI en Europa (5) , es la concepción teórica del jardín ideal, un jardín circular denominado Citerea en el que el protagonista, Polifilo, viaja en busca de su amada Polia. En este viaje se recorre una inacabable y abrumadora selva de especies, en los que la palmera está presente como reflejan también algunos de los exquisitos grabados de Manuzio.
Es interesante recoger una cita de esta obra; Polifilo recuerda:
Luego… encontré una playa de arena y guijarros, sembrada dispersamente de algunos matojos de hierba. Aquí se presentó a mis ojos un alegre palmeral, con las hojas apuntadas y lanceoladas de tanta utilidad para los egipcios, con gran abundancia de su dulcísimo fruto. Las palmeras cargadas de racimos, eran de distintos tamaños: algunas pequeñas, muchas medianas y otras rectas y altas, símbolo elegido para representar la victoria por la resistencia que ofrecen al peso agobiante… no estaban apiñadas, sino guardando intervalos entre sí, pensando que las de Archelaida, Faselida y Libia tal vez no se podían comparar con éstas… >>. (6)
El cristianismo adjudicó virtudes y alegorías inherentes a la justicia y la idea de la victoria es una de ellas. Pero la victoria sobre el mal es una idea que, por otro lado y como han estudiado especialistas en iconografía de la Antigüedad, bien pudo venir como muestran imágenes de otras civilizaciones, del mundo antiguo, y especialmente del mundo egipcio en el que el vencedor suele acompañarse de una palmera o de una de sus ramas. En cualquier caso, la rama de la palmera se convirtió en el estandarte de todo aquel que, mártir o santo, y tras una evaluación de la justicia divina, pasó a merecer una victoria sobre el mal y sobre el terrible pecado que a los justos y a todos los hombres nos deparó la serie los hechos nefastos e injustos ocurridos en aquel primitivo paisaje del relato bíblico. La pintura del Renacimiento y del Barroco se han encargado de nutrir para la posteridad ejemplos numerosos de mártires y héroes abanderados con palmeras.
Es evidente que la palmera era bien conocida en la Europa del Mediterráneo desde épocas remotas, pero también lo es el que en otras zonas de Europa era desconocida o poco frecuente, por lo que muchos pintores tenían que echar mano de tratados botánicos ilustrados, descripciones, dibujos y grabados como material necesario para sus composiciones.
Sin duda estas fuentes, cada vez más utilizadas por los artistas, ayudaron a definir y dar una figuración más real a la palmera. Los grabadores también contribuyeron a ello. Resulta interesante comprobarlo en una de las estampas que dos artistas flamencos, Adrien Collaert (Amberes 1560-1618) y Marten de Vos (Amberes, 1532-1603), hicieron para el ciclo de Los Cinco Sentidos , un ciclo de gran repercusión en la historia de la pintura. La imagen que interesa para analizar de nuevo la palmera en el marco del paraíso es la referente a uno de los sentidos, el de la Vista.
Es una alegoría y la vista está representada por una mujer que se mira en un espejo, acompañada por una serie de atributos como la figura del águila, ave de gran agudeza visual. Para los especialistas en la iconografía de esta serie, la composición de esta estampa presenta una serie de novedades, como la inclusión de dos escenas bíblicas a cada lado de la alegoría femenina (7).
En un segundo plano, pues, y en la izquierda se sitúa una de estas escenas: Adán y Eva se encuentran desnudos y a su lado Dios Padre les muestra un árbol con frutos, se ensalza y se muestra así la importancia del sentido de la vista, pero quizá también el Creador les esté explicando o avisando de la naturaleza prohibida de sus manzanas. Al otro lado, pero muy próximo a estas tres figuras, se encuentra otro árbol: la palmera, y en este contexto ya no es testigo de una expulsión, sino elemento premonitorio de la justicia divina. La imagen de la planta es, por otro lado, absolutamente reconocible y realista, al igual que ocurre con las palmeras que en segundo plano aparecen en la estampa dedicada al Gusto, del mismo ciclo de los artistas mencionados. Al igual que ocurre con el grabado anterior, son palmeras asociadas a temas bíblicos que enmarcan la alegoría de una mujer rodeada de frutos y manjares (8), atributos esenciales de este sentido.
El tema de la izquierda es de nuevo el asunto del Edén, el momento en que Eva ofrece la manzana a su compañero, bajo la sombra del árbol y en presencia de una mujer con cola de serpiente. Un tanto alejada y tapada se atisba con claridad el tronco y parte del ramaje de la palmera. Es testigo del pecado. Con una perfecta visibilidad se presentan, sin embargo, las dos palmeras de la otra escena, escena que narra el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, de nuevo acompañan una escena de justicia divina, en este caso de una justicia bien distinta.
Por la misma época en que trabajaban estos artistas flamencos, otros artífices hacían de esta especie vegetal un componente necesario y digno de una imagen científica de cualquier tratado. Ahora bien, si nos fijamos en los primeros textos impresos e ilustrados en esta materia, detectaremos el peso que tuvo la tradición iconográfica y la simbología tan fuerte que tuvieron ciertas imágenes, en definitiva, comprobaremos la tiranía transmitida por las leyendas del cristianismo.
Muchos ejemplos pueden reflejarnos esta ambivalencia entre realidad científica y tradición literaria e iconográfica. Entre ellos, es significativo citaruno de los textos más relevantes de finales de siglo XVI en materia botánica. Se trata del tratado de John Gerard, publicado en Londres como The Herball or Generall History of Plantes , un herbario por así llamarlo que tuvo su primera edición en 1597 y la versión definitiva en 1633, pero un libro que se convirtió en un verdadero hito para la historia de la jardinería europea, en unos momentos en el que los jardines botánicos tomaban un carácter epistemológico y una presencia incuestionable en la cultura europea (9) .
En cuanto a la imagen tradicional de la palmera en esta obra interesa, no su estudio científico, sino su imagen en el frontispicio de la edición definitiva de 1633, años que nos introducen en el Barroco y una imagen que se queda al margen del acerbo cristiano, pues acompaña –entre, columnas, nichos, vasos y jarros de plantas, flores y frutos– a las figuras de Ceres (diosa de la Tierra y de la Agricultura y sus frutos) y a Pomona (diosa de los huertos y los jardines), de izquierda a derecha y en la zona superior, mientras que respectivamente, en el nivel intermedio, a los grandes de la Antigüedad en materia botánica y médica, Theofhrastus y Dioscorides.
No fue el autor sino el grabador quien incluyó el elemento iconográfico que nos interesa: un árbol especial en un pequeño paisaje y entre las dos diosas del mundo grecorromano y en él la especie que mejor se aprecia es la de la palmera. Las connotaciones iconográficas o cristianas son mínimas en esta obra, muy al contrario de la siguiente, otra de las grandes obras coetáneas para la historia botánica y de gran transcendencia también para los jardines europeos.
El ingenuo frontispicio del Paradisi in Sole, Paradisus Terrestris está, sin embargo, cargado de ancestrales significaciones edénicas.
Publicado en 1629 según el texto de John Parkinson es, por encima de cualquier tratado, una obra paradigmática de la relación entre la ciencia botánica y la jardinería inglesa del siglo XVII. En esta ocasión el paisaje del grabado se presenta con una vegetación abigarrada de arbustos, frutales y múltiples flores que pueblan un lugar donde Adán y Eva están bien presentes, y en esta floresta atravesada por un río y bajo un simbólico sol, vuelve a destacar la palmera.
Es difícil saber hasta qué punto la visión de una palmera podía asombrar en un jardín del Barroco europeo, pero está claro que el contexto botánico obligó a incorporar palmerales en algunos jardines botánicos y, que al abrigo de numerosas y prestigiosas expediciones, reyes y magnates decidieron cultivar una especie cálida y problemática en su mantenimiento, un árbol cargado de símbolos excesivamente rigurosos, pero sobre todo de un símbolo que recordaba al fin y al cabo esa tierra prometida en la que por un tiempo breve los hombres fueron felices.
A la par que los científicos, botánicos y diseñadores de jardines, los artistas fueron adquiriendo un perfil más nítido de aquel árbol recto y justo, extraño y exótico, y con el tiempo los pintores y grabadores ofrecieron mejores versiones naturalistas y realistas, pero difícilmente pudieron ignorar la carga emblemática y simbólica de la palmera.
Entre los múltiples símbolos de la palmera fue el ser la presencia constante del castigo, pero a la vez la faceta amable y hermosa de ser otro árbol del paraíso. El arte de los últimos siglos le desprendió lenta y paulatinamente de su mensaje justiciero, quedando su esbelta silueta para rememorar otras alegorías y virtudes. Y es que el otro árbol del paraíso cuenta con otras muchas imágenes imborrables, tan bellas y enigmáticas que cautivó a los responsables de las leyendas y las artes del mundo moderno.